Cada tarde mi abuela Dora me llevaba a soñar en el subibaja, el tobogán, el
pasamanos. Allí eran siempre diferentes las aventuras. El ritual comenzaba con el subir y bajar
constante en ese artefacto rudimentario amarillo de asientos rojos. Si no
encontraba compañía, ella misma se balanceaba conmigo.
De cara al sol iniciaba el
relato, casi siempre de su infancia. Mis historias favoritas tenían que ver con
aquellos espíritus que rodeaban el río que quedaba cerca de la casa donde ella
vivía en Guanare. Yo imaginaba aquella densa ribera de grandes árboles, tan
altos, tan llenos de ramas y de monos, ardillas y aves y culebras.
Asustada, caminando rápido entre el monte, más alto que su propia
mirada, corría para llegar a ese tronco que servía de trampolín hacia el río. Y
así mismo, con su vestidito de un amarillo gastado, se lanzaba encogiendo sus piernas
en el aire y apretando duro su nariz con los dedos índice y pulgar. La
corriente de ese río se interrumpía ante cada salto. Luego de varias rondas de
brinco y agua, mirar el cielo sobre la
gran peña para secarse sería necesario.
En ese instante era cuando la brisa llanera traía a esas almas en pena,
que según los campesinos, solían visitar la orilla de la corriente. También se
turnaban diariamente. Con una organización perfectamente tenebrosa, asistían a
la cita, el carretón, la llorona, el campesino sin cabeza, el jinete de negro.
Siempre era igual, la bienvenida estaba presidida de un intenso viento que
tumbaba ramas y las hojas secas bailaban en remolino. Luego la calma.
Allí en ese sospechoso silencio, comenzaba el lloriqueo teatral de la
mujer que había ahogado a sus tres hijos en un río por no soportar el desamor.
Gigante, con una luz cenital seguidora, la llorona flotaba inmortal.
Vamos a los columpios. Vuela, vuela mariposaaaa. Canción que era el
impulso hacia el cielo. Más abuelaaaa, más. Tratando de tocar ese azul, un día
aterricé sobre el manto de flores y piedritas. Decidí quedarme allí tirada
contando pétalos y cachitos de Bucare hasta que se me pasara el dolor y la
vergüenza de las rodillas ensangrentadas.
Era viernes santo, la mamá Crucita y el hermano mayor, Segundo,
prepararon un sancocho de pescado de agua dulce en las brasas, entre arbustos
achaparrados, garzas rojas de testigo y
reboloteo azul y amarillo tostado de guacamayas.
Saltando de una piedra a otra se alejó tanto de la olla de sopa y del
fuego que agotada se escondió entre pastizales, en un juego imaginario del
escondite, pretendiendo que la encontraran. Cerró fuerte los ojos al escuchar
tan cerca, casi rozando su piel, el crujido de viejas ruedas de madera, ese
sonido de cascos de caballo al galope. Hasta comenzó a respirar ese polvo del
camino, cuando en realidad no era tiempo de sequía.
Le latía muy fuerte el corazón,
le sudaban las manos ya a estas alturas tapando como antifaz su mirada. El
carretero, tenía que ser el carretero. Contaba Crucita que era un hombre que se
robó un toro y lo metió en su carreta. Era tan brioso, que al sentir el peso
del yugo en el cogote, empezó a rebelarse y empujó la dirección del vehículo
directo hasta la poza. Se sumergió el
hombre junto con los bueyes, el potrillo y el toro. Cada viernes santo se oye
el grito desgarrador del carretero que seguro se había quedado pegado en el
fango aquel día del toro despojado.
Pasaron minutos como horas y se fue el espanto. Ni Segundo, ni Crucita
la extrañaron demasiado.
Yo no era muy hábil para el pasamanos o para trepar árboles y lanzarme
desde las ramas. Las vueltas de la rueda loca o del tobogán más alto y
vertical, me generaban un sustico raro. Pero me tiraba con la certeza de que
abajo estarían las manos arrugaditas de mi abuela.